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IA y derechos de autor: hacia un nuevo contrato creativo

IA y derechos de autor: hacia un nuevo contrato creativo

Japón ha encendido el debate global sobre la propiedad intelectual y la inteligencia artificial.
El gobierno nipón pidió formalmente a OpenAI que deje de utilizar sin consentimiento obras de manga y anime para entrenar su modelo de vídeo Sora 2, una herramienta capaz de generar clips animados hiperrealistas en segundos.

Según informó The Japan Times, el país exige a la compañía que adopte un modelo opt-in —en el que los creadores autoricen expresamente el uso de sus obras—, en lugar del sistema opt-out que OpenAI emplea actualmente.

Más allá del caso puntual, el episodio reabre una pregunta urgente: ¿hasta qué punto la IA puede “aprender” de la cultura sin apropiársela?

Aprender no es copiar… ¿o sí?

Las empresas tecnológicas argumentan que sus modelos no guardan copias de las obras, sino que extraen patrones estadísticos. Los artistas, en cambio, sostienen que esos patrones son parte de su estilo y, por tanto, de su autoría.

En el fondo, el conflicto no es legal, sino filosófico: ¿la creación pertenece al individuo o a la comunidad que la inspira?

La inteligencia artificial ha puesto en jaque el modelo de derechos de autor que nació en el siglo XVIII para proteger libros impresos, no bases de datos neuronales. Hoy, entrenar una IA se parece más a educarla que a plagiarla, pero la ley sigue tratándolo como copia.

Como se analiza en otro artículo de Emprender y Más sobre cómo la ética impulsa la innovación tecnológica, seguimos aplicando reglas del pasado a problemas del futuro.

El caso Anthropic: cuando aprender cuesta millones

Mientras los reguladores discuten, algunos gigantes ya han optado por pagar.
Según Axios, Anthropic —creadora del modelo Claude— acordó compensar con 1.500 millones de dólares a escritores y medios estadounidenses cuyos textos fueron usados para entrenar sus sistemas sin permiso.

El acuerdo no solo marca un precedente legal: inaugura un mercado donde la creatividad se convierte en divisa de entrenamiento.
Cada párrafo, cada canción y cada imagen usada para “enseñar” a una IA tiene ahora un valor monetario.

Pero la pregunta más relevante no es cuánto pagarán las grandes tecnológicas, sino cómo podrán competir los pequeños emprendedores si cada dataset se vuelve inaccesible por costes de licencias.

Un modelo roto: propiedad vs. conocimiento

La propiedad intelectual nació para incentivar la creación individual, no para limitar el aprendizaje colectivo.
Hoy, su aplicación rígida corre el riesgo de frenar la innovación: si todo conocimiento tiene dueño, nadie podrá aprender.

Por eso, muchos juristas y tecnólogos proponen una nueva categoría legal para el “machine learning use”, una especie de licencia intermedia entre el uso educativo y el comercial.
Esta fórmula permitiría que las IA aprendan libremente de obras protegidas siempre que su uso no sea lucrativo directo, reservando los derechos para las aplicaciones comerciales.

El reto, claro, es definir qué se considera “aprendizaje” y qué “explotación”.

De YouTube a la IA: el modelo de reparto que falta

Las plataformas digitales ya resolvieron dilemas similares.
En YouTube, si un vídeo usa música protegida, la plataforma identifica automáticamente el contenido y reparte parte de los ingresos publicitarios con el titular de los derechos.
En Spotify, cada reproducción genera micro-pagos que se reparten entre discográficas y artistas.

La IA podría hacer lo mismo:

  • Identificar las obras usadas en el entrenamiento (mediante fingerprinting o blockchain).

  • Repartir una fracción simbólica del valor generado cuando sus resultados se usan con fines comerciales.

  • Liberar los usos de investigación o aprendizaje, como hace el fair use académico.

No se trata de prohibir ni de piratear, sino de monetizar sin bloquear la innovación.
YouTube no destruyó la industria musical; la transformó.
Spotify no eliminó la autoría; la masificó.
La IA podría seguir el mismo camino, si convierte el uso masivo en valor compartido.

Un modelo premium para una creatividad sostenible

La solución podría no estar en las multas, sino en el modelo.
Si el conocimiento es el nuevo combustible, la IA necesita una economía creativa que funcione como un ecosistema, no como una mina.

Una posibilidad sería aplicar un modelo de acceso escalonado, similar al de las plataformas de streaming.
El uso gratuito de la IA permitiría generar contenidos con material libre o de dominio público.
Pero para acceder a estilos, imágenes o voces protegidas, el usuario debería tener una cuenta premium, cuyas tarifas financiarían un canon para los autores originales.

El sistema sería sencillo:

  • Cada vez que una IA usa datasets con obras registradas, se destina un porcentaje del pago del usuario al fondo de derechos.

  • Los creadores reciben remuneración proporcional al uso real de sus obras.

  • La trazabilidad de los datos (gracias a blockchain o watermarking digital) garantizaría que el reparto sea justo y transparente.

Este enfoque convertiría el aprendizaje de las máquinas en una fuente constante de ingresos para los humanos, sin detener la innovación.
En lugar de castigar el uso, se recompensaría el talento.

Más que leyes, hace falta cultura

El fondo del problema no está solo en el copyright, sino en la cultura del control. Durante siglos, la creatividad se entendió como algo que debía poseerse, pero la IA nos enfrenta a una realidad incómoda: crear siempre fue un acto colectivo.

Los algoritmos solo aceleran lo que los humanos hemos hecho siempre: inspirarnos, combinar y reinterpretar lo que otros ya crearon. El desafío está en cómo reconocer y retribuir esas influencias sin frenar la evolución del conocimiento.

Como se plantea en este análisis sobre innovación y cooperación, los modelos más sostenibles son los que convierten la competencia en colaboración.

Hacia un nuevo contrato creativo

Japón protege su herencia cultural; Anthropic paga por aprender; Europa legisla; y los emprendedores observan con incertidumbre.
Quizá ha llegado el momento de imaginar un nuevo contrato entre creadores, empresas y máquinas:
uno donde el conocimiento se comparta, pero el valor se reparta.

El futuro de la propiedad intelectual no será de exclusión, sino de trazabilidad y participación. La IA no necesita ser el enemigo de los artistas; puede ser su socio más rentable.

Porque si la creatividad es el combustible de los algoritmos, el progreso dependerá de que también se pague por la gasolina.

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